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Tormenta de una noche de verano PDF Imprimir E-mail

TORMENTA DE UNA NOCHE DE VERANO

 

(Este relato tiene su origen en la convocatoria de un concurso literario que proponía como tema las relaciones entre generaciones, dirigido a estudiantes de Humanidades y a jubilados. Surgió la idea de poner por escrito las experiencias de juventud de Antonio Perona, padre de Eva, profesora de Lengua del centro. A Eva se le ocurrió que Miguel, profesor asimismo del centro y, a su vez, estudiante de Humanidades, podía dar forma a esos recuerdos para participar en dicho concurso. Lo que tienes, lector, en la pantalla es el resultado de esa fecunda colaboración, en que se evoca un retazo emocionante de la vida de Antonio. Esperamos que disfrutes de este relato tanto como los autores durante su composición.)

 

La primera vez que me encontré con Antonio Perona fue una tarde de principios de marzo. Ambos tenemos una cosa en común, Eva, la hija de Antonio. Ella es actualmente compañera mía en el Instituto Justo Millán de Hellín, Albacete. Una mañana de finales de febrero Eva me habló del interés que tenía su padre por divulgar una serie de hechos que le habían acontecido en un período de su juventud, hacia finales de los 50, en una España donde la miseria, el hambre y las penurias personales campaban por tierras manchegas sin saber muy bien los habitantes de estas tierras cuando cambiaría su suerte.

Antonio Perona es un hombre con una gran complexión física, a la cual le acompaña una gran nobleza, una sensatez innata y la experiencia suficiente de las personas que desde muy jóvenes han tenido que salir a la vida en busca de una oportunidad lejos de su localidad natal. Este fue el inicio de la historia de Antonio.

Hacia 1957 ó 1958, cuando Antonio contaba con 16 años la vida de este joven albaceteño cambia de la noche a la mañana. Su familia paterna regentaba un molino en la localidad de Albatana, un pequeño pueblo agrícola situado al este de la provincia de Albacete, casi limítrofe con tierras murcianas y valencianas. Si hasta ese momento la situación familiar podía considerarse de, más o menos, llevadera, sin demasiadas situaciones de conflicto económico, pronto la familia de Antonio se ve sorprendida por uno de los pecados capitales del hombre íbero, la envidia. A la muerte de La Molinera, nombre con el que en Albatana se conocía a la abuela paterna de Antonio, algunos familiares de Antonio reclaman su correspondiente parte de la herencia. Ciertas disputas familiares ocasionaron que el joven Antonio y sus padres tuviesen que concentrarse en las actividades propias del campo manchego de esta época, es decir, arar las tierras, segar en la estación estival, la poda de la vid y la recogida de aceituna; actividades éstas que las desarrollan con el buen hacer de una mula y de su propio sudor, sin horario y siempre pensando en el día de mañana, donde el jornalero, que vive de cara a aquellos que lo contratan se mira a diario.

Con este panorama trascurren los primeros años de la adolescencia de Antonio, el cual aúna a su espíritu de sacrificio el deseo de conocer nuevos territorios que le abran un futuro más prometedor. Así le llega la oportunidad de trasladarse a tierras de Tarragona, a la localidad de Jesús y María, un pequeño pueblo cercano a la desembocadura del Ebro dedicado al cultivo del arroz.

Con apenas dos mudas que le prepara su familia, unas  abarcas para el trabajo diario y unas alpargatas de cáñamo para aquellos momentos, escasos en la vida del jornalero, donde el baile y la charla amistosa con los jóvenes dejan en un segundo plano a la fatigosa labor de la recogida de las gavillas de arroz, Antonio parte desde la puerta del Casino de Albatana una madrugada del mes de julio hacia las tierras donde el Ebro se encuentra con el Mediterráneo.

Es la primera vez que el joven Perona va a abandonar a su familia por un tiempo indefinido. De ahí que la preocupación familiar sea lógica. Sin embargo, desde Albatana parten junto a Antonio hombres experimentados ya en estas lides, curtidos en el infatigable desarraigo que supone abandonar a la familia, a las tierras que conoces y, como antiguos conquistadores, buscar un salario que pueda aliviar la situación familiar que dejan atrás durante una leve temporada. Aquellos hombres que acompañan a Antonio, éste se emociona cuando recuerda sus nombres y más aún cuando piensa que algunos de ellos ya murieron, fueron Isidro, el Maqui, que era el más experto, además del encargado ese año de la colla, Avelino, Pascual, más conocido por el Morete, Andrés, y el propio Antonio.

Como hoy en día todavía se realiza, ellos toman el coche de línea desde la puerta del Casino que los llevaría hacia Fuente Álamo, Almansa  y desde allí un tren hacia Tortosa, donde al cansancio del viaje se le sumaría la incomodidad propia de los ferrocarriles españoles del momento. Junto a su equipaje llevan dos bicicletas, necesarias para poder trasladarse desde la finca donde van a trabajar hacia el pueblo más cercano, Jesús y María.

El viaje se hace llevadero con las conversaciones propias de los diferentes viajeros que se van agregando en el trayecto. A su llegada a Tortosa, el camión que los debía recoger para acercarlos a la finca no aparece. Ellos deciden pasar la noche en un parque municipal; pero su sueño será leve. Se verán sorprendidos y expulsados del recinto público por una pareja de guardias civiles, que velaban por la seguridad de los transeúntes locales y llegaron a confundir a los jóvenes de Albatana con unos vagabundos, no pensando que eran unos jornaleros desplazados a Tortosa para la campaña de la recogida, secado y trilla del arroz. La situación hubiese ido a peor, me relata Antonio, de no ser por Isidro, el Maqui, quien, haciendo uso de su mayor experiencia y educación avalada por el ejército republicano, interviene en favor de sus compañeros y, conversando con los guardias, aclara la mal entendida situación.

A la mañana siguiente Antonio y sus compañeros se incorporan a la finca, próxima a Jesús y María. El trabajo es duro, más de lo que el joven Antonio pensó cuando abandonó su lejana Albatana. La jornada se desarrolla a pleno sol, debido a que con humedad no se recoge el arroz, puesto que la vetusta trilladora se detiene con frecuencia e impide que el arroz sea espigado y limpiado de manera correcta. Son múltiples las tareas que en la finca se desarrollan, todas ellas vinculadas a la recogida del arroz, desde la creación de gavillas en el humedal, el remolque con un rudo caballo percherón arrastrando en una barquichuela los haces de arroz, la exposición y traslado hacia la vieja trilladora, entre otras. A ello se le sumaba el desagradable  y continuo roce del arroz al entrar en contacto con el cuerpo sudoroso de los hombres.

Sin embargo, la jornada de Antonio y sus compañeros no finalizaba con el término del período del trabajo. A partir de ese momento ellos debían prepararse su comida, a base de patatas, trencas capturadas manualmente en las cenagosas y peligrosas aguas de los múltiples canales que rodeaban los campos de arroz, hortalizas, pan y vino peleón, cuando no aguado.  No obstante, si las viandas más básicas faltaban debían trasladarse a Jesús y María para comprar.

Cierta noche de mediados de julio, Diego, Andrés y Antonio deciden acercarse al pueblo, distante unos ocho o diez kilómetros, con sus bicicletas. A mitad del trayecto irrumpe en la sosegada noche una tormenta. El agua comienza a caer de manera intermitente, acompañada por un fuerte aparato eléctrico. Al joven Antonio durante el trayecto le surge un contratiempo. Una de las ruedas de su bicicleta se revienta. Sus compañeros no se han dado cuenta del suceso y prosiguen su marcha hacia Jesús y María. Sin embargo, Antonio opta por regresar hacia la finca. A los inconvenientes del regreso se le unen la proximidad de enormes canales de agua, la oscuridad que se impone en la noche cuando los rayos y truenos dejan de iluminar los estrechos caminos, el casi desconocimiento del terreno y el miedo que lentamente se va apoderando de Antonio. Sin embargo, Antonio decide aprovechar los momentos en los que la tormenta ilumina el camino y avanzar poco a poco hacia la finca. Con la bicicleta en su hombro avanza con dificultad. A la vez los resbalones se van sucediendo con más frecuencia. La llegada a la finca, pasadas unas dos o tres horas, supone para él un alivio, una descarga emocional como hasta ese momento nunca la había sentido. Antonio, un joven de 16 años, nunca había sentido la presencia de la muerte tan cerca. Una vez que la tormenta había cesado, Diego y Andrés regresaron a la finca. Ellos habían decidido esperar que la tormenta finalizase para regresar; sin embargo, en sus rostros se notaba una sensación de angustia y desasosiego. Habían temido por la vida de Antonio. Conocían cómo eran de peligrosos los caminos que les llevaban desde la finca arrocera hasta Jesús y María.

Antonio no regresó ninguna temporada más a Jesús y María. Él, como tantos otros españoles del momento, se decidió a emigrar.

Llegado este momento Antonio se relaja. Desde hacía tiempo deseaba contarle a su hija Eva esta aventura, como ahora le gusta llamarla él. Sin embargo, uno descubre que aquellos momentos que transcurrieron desde que él se queda solo en el camino hasta que logra llegar a la finca donde trabajaba fueron instantes que lo han marcado en cierto modo. La muerte se observa de diferente manera según la edad y Antonio contaba con solamente 16 años y, además, era la primera vez que abandonaba a su familia y posiblemente hubiese sido la última.

 

Miguel Sánchez Martínez - Eva Mª Perona Martínez

 

Antonio

 

(Antonio Perona en sus años mozos, allá por la década de los cincuenta, áspero tiempo)